Conocí a Argénida Romero como todo escritor lo debe hacer ante alguien que practica regularmente el ejercicio del criterio: por su obra.
Su primer poemario, “Mudanzas”, trajo a una joven con herramientas para poder rastrear a su manera.
Este no fue un libro de búsqueda, sino una carta abierta para mortales curiosos. En un país donde la crítica literaria está muy por debajo de la obra creada, este poemario le ganó, junto al poco espacio difusivo, una legión de admiradores que no la olvidarían más.
Después, su literatura y su periodismo se difundieron de manera más organizada en su blog “El diario de la Rosa”, publicación que ganó masividad y premios.
El pasado año, su segundo poemario, “Arraiga”, obtuvo el Premio Joven de Poesía de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo.
Sobre esta obra, escribió Pedro Antonio Valdez: “En virtud de la magia manifiesta en la manera de abordar los temas de su poética y en el uso que hace de los recursos retóricos, así como las frescas imágenes que deslumbran, con un lenguaje agudo que en ocasiones se torna irónico, tenemos la certeza de que nuestra autora ñpues ahora nos pertenece a todos, continuará en la senda de las letras, haciéndonos partícipes de su mundo interior, mostrado a través de una poesía fresca, fluida y cotidiana”.
El poemario
Desde el inicio, se aprecia la una voz muy personal:
“La nostalgia está hecha/de casas que se derrumban.”
Con este aviso el lector se prepara para recibir una serie de avisos interiores (que no “interioristas”) donde la ternura se combina con el recuerdo, el dolor y la paradoja de su existir.
De esos temas salta al “Conjuro” iniciado con un verso antológico:
“Quisiera encontrar una palabra para rescatarte”
¿Al amor? ¿Al pasado? ¿A su historia personal? Este es un texto de silencios y diafragmas donde la autora acude a un lenguaje comunicacional, celebrado por la síntesis, a manera de balsa salvadora de naufragios.
En “Buena niña” despunta el dolor como aguacero sin final:
“A veces me canso de ser humana,/ agitada por el demonio que punza mi lengua/ y me roba los deseos de buena niña/ de la que cuida las rosas/cose el ruedo de su falda manchada/ y espanta pesadillas”.
La nostalgia y el dolor acorralan su discurso, siempre atento al descubrimiento, a la no repetitividad, a la acentuación de lo inesperado y a la invocación de un misterio que ella sabe guardar. Por eso pregunta en “Ensayo”:
“¿Si todo callara?/ ¿Si la mudez abrazara este paisaje de presente prestado?/ ¿Si yo también callo y vuelvo transparente el nudo en mi garganta?”.
Argénida Romero sabe camuflar su nostalgia y gracias a ello, su dolor evoluciona hacia un estado de reverencia que le ha enseñado el arte de escribir bien y de pensar que las palabras son espadas contra la chapuza del diarismo. En “Celebración de la alegría” así lo demuestra:
“Hay que celebrar la alegría/ cuando al fin llega/ hacerle reverencia/ multiplicarla/ ir con ella por las calles/ martillarla en las paredes/ sembrarla en las fisuras que destapa el ruido/ contagiarla/ regalarle las iglesias vacías/ descomponerla/ mirar su misterio/ coser su sombra a nuestra espalda/ para cuando se vaya/ poder sonreír/ sin llevar las cuentas”.
Argénida Romero sabe seducir con la palabra.
Lo vuelve a demostrar aquí, con su “Arraiga”, donde se anuncia ya el estallido de una mujer con mirada atenta, corazón abierto y recursos técnicos capaces de no aburrir (a pesar de la recurrencia a la primera y segunda persona del singular en la mayoría de sus textos).
Si la poesía es, a la vez, cerebro y corazón, aquí hay un buen ejemplo de ella. Salud y buena vida a la poeta Argénida Romero y a su poesía.
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