Cincuenta
Amarte es una excusa para tocar el jardín que no me corresponde. Todos los días llego a tus ojos con mi alforja vacía. No pretendo tu debate existencial, sino cada uno de tus gestos, tus urgencias y hasta esa pequeña indiferencia de las reinas que miran el reloj. He llegado ante tí no como el galán con flores y versos en busca de un trofeo impostor, sino como el soldado de avanzada, con su pecho al desnudo y las balas rompiéndole la piel. No sé en que esquina del mundo me podré caer, pero en la que lo haga, tu nombre saldrá de mis labios como melodía inconclusa. Tengo la virtud de mirarte a los ojos y decirte magnitudes, a veces con el tono inmediato y la palabra rota, pero siempre con el silencio de lo eterno. Soy de los que tocan a la puerta antes de cruzar aunque esté abierta porque juego a no perder. No tendré el acento deslumbrado ni la historia inmortal, pero sí la levedad de tu andar. Contigo puedo saltar a la noche que no me pertenece y salir vestido de resplandor porque no pretendo la soberbia de la arena cuando recibe las espumas del mar: sólo tenerte en mi locura, contar las marcas de tu cuerpo con la punta de mi deslumbramiento y hacerte el amor hasta que sangres de placer como bestia encantada. Me interesan todos tus temas, los que ocultas con delicada vergüenza debajo de tu sexo y los que sacas como trofeos de tu cítara perdida. Me he sentado frente a tí a ver cómo el amor toma tu forma cada vez que hablas, ríes, lloras, cantas, gritas, amas, saltas, dudas y te transformas en el laberinto de mi espada. Perdona que no deje de mirarte, que mis avisos no vivan en paz. Soy un hombre marcado por las tormentas del mar. Mi barca no ha cerrado sus grietas, pero con ella le he dado la vuelta al mundo. Tú eres mi espacio ahora, en la dudosa lejanía desde donde me miras llegar cada mañana y de la que aprendí mi propio sentido que creía extinguido. Amarte es dejar a un lado la tenue frialdad de mi cerebro y darle paso al retrato de Dios que marca mi otra vida.
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