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sábado, 25 de mayo de 2013

Mi libro preferido

Me gustaría morir acompañado de un libro ejemplar. Uno de esos libros que resuma el camino de mi vida, la vocación de mis insomnios y la fe en el amor. Si me encierran de por vida en una isla desierta, antes de partir, pediría una horas de permiso para rastrear en mi hogar en busca de mi obra favorita. Pero no sería una obra en sí, sino el producto de tantas noches de insomnio y de locura.
 Mi libro estaría integrado por un capítulo de "La montaña mágica" de Thomas Mann, sobre todo aquel cuando Hans Castorp descubre que del sanatorio de Davos no se puede salir jamás porque todos los misterios del mundo se resumen en la nieve que cae con insistencia en aquel sitio mágico.
Después incluiría un capítulo de "Cien años de soledad" que podría ser donde Aureliano Buendía se describe como heredero de los dioses.
En mi libro no podrían faltar algunas páginas de "Cecilia Valdés", sobre todo aquellas donde los hermanos amantes descubren el incesto. De Kafka elegiría su relato "La Metamorfosis", de Octavio Paz el capítulo de "Las trampas de la fe" donde Sor Juan Inés de la Cruz se confiesa hereje y es obligada a no escribir jamás. De César Vallejo elegiría dos poemas que marcaron mi vida anterior: "Los heraldos negros" y "Las personas mayores". Igual haría con Antonio Machado y sus proverbios cantares. En mi libro habría un espacio para "Sóngoro Cosongo", de Nicolás Guillén, como para que nunca olvide mis raíces. De José Ángel Buesa traería conmigo el "Poema del renunciamiento".
Otro espacio lo dedicaría a mis dos escritores argentinos preferidos: Borges y Cortázar. Al primero con algunos relatos de "El Aleph", y al segundo con sus microrelatos inmortales de "Cronopios y fantasmas". Si me quedara espacio, me llevaría, también de Cortázar, su introducción a la "Rayuela"; algunos versos de "En la calzada de Jesús del Monte", de Eliseo Diego, el capítulo 7 de “Paradiso”, de José Lezama Lima, diez o quince páginas de “La Educación Sentimental” de Gustave Flaubert, y el poema clásico de Fayad Jamis: "Con tantos golpes que te dio la vida". 
Por último, no podrían faltan algunas "Crónicas de Nueva York", de José Martí, el soneto "El rescate de Sanguilí de Rubén Martínez Villena, capítulos de "Las palmeras salvajes" de William Faulkner, de "Crimen y Castigo" de Dostoievski, de "Aura", de Carlos Fuentes y de "La ciudad y los perros", de Mario Vargas Llosa.
Y cerraría el libro con la mejor novela corta de Ítalo Calvino: "Palomar". En una buena imprenta cocería todas esas páginas y con ellas formaría mi libro preferido para las horas lúdicas de mi destierro mi destierro. Con él me sentiría gente; podría respirar con vehemencia y mi muerte demoraría en llegar, al menos, unos días más.
Que me perdonen Quevedo, Cervantes, Góngora y demás maestros españoles, así como Azorín, Pío Baroja y Unamuno. Que se apiaden de mí las almas de Emilio Zola, Balzac, Maupassant, Baudalerie, Rimbaud, Radiguet, Pavesse, Dos Passos, Hemingway, Whitman, Neruda, Darío, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Onetti, Donoso, Henry y Arthur Miller, John Dos Passos, John Steinberg y demás escritores que en el transcurso de mi vida me hicieron deudor de los espejos. 
Pero me hablan de un solo libro. Un solo libro de unas 500 páginas preparado por mi propia mano. Un libro con los textos que recomendaría a los lectores de mañana como prueba de mi desafío a las solemnidades. Un libro que incendie desde una perspectiva alucinante. Una obra para leer en calma y en guerra. Para amar y dejarse devorar por amor. Un libro que tiemble y que haga temblar. Y este ha sido.

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