MANIA DE PINOCHO
El hada azul
llegó a la hora del derrumbe
y no me abrió los ojos:
ordenó
la voluntad del trueno
(la cuerda
más difícil del suicida:
caer
una y otra vez sobre las arcas
rotas);
me entregó la lluvia
sin eco y sin conciencia:
un incendio de palabras
que no supe interpretar;
me despertó
en un
bosque de rocas sin Gepetto,
sin la dicha
de un insecto
silbándome el destino.
Yo también tuve una historia
de madera,
y Stromboli me enseñó a mentir
dentro de una jaula invisible;
el Honrado Juan
me dio trofeos
que no me pertenecían
tuve
cuerdas y manzanas
y seres que aplaudían
mi habilidad de correr los escenarios
entre babosas y muñecos de cartón.
Mi nariz creció,
pero hacia dentro,
rodeada de miserias.
I
Dice
un viejo proverbio del Islam, atribuido a Alí el León, yerno de Mahoma, de la
tríada que no tiene vuelta atrás: la flecha una vez que ha sido disparada del
arco; la palabra pronunciada con precipitación, y la oportunidad perdida.
Las tres
categorías integran el mejor ritual de la aventura.
Es precisamente
el sustantivo, “aventura” el que ha marcado mi yo interior, no a la manera de
Ortega y Gasset – terrible circunstacia- sino al decir de Lezama Lima: “volar
sin alas”.
El poeta vive en
el escenario de la impiedad. Todos, en algún que otro momento de su historia,
van a pretender decapitarlo. Hasta él mismo intentará la autodestrucción cuando
el amor le vire la espalda en la peor esquina del mundo. Si algo en común debe
tener con el reloj es ese pragmatismo homicida: amigo de todos, pero al
servicio de nadie, sólo de sí mismo.
Esa es la
terrible lección que nos cuesta trabajo entender aquí, ahora, cuando todavía
corre el tiempo de las irreverencias.
El poeta no puede
vivir jamás por una causa, por muy justa que sea. Ni de nada ni de nadie. Su
egoísmo se trastoca en virtud. Su contraparte es el entusiasmo: el precio para
que la flecha lanzada desde el arco no parta su pecho en dos.
II
Si tengo algo de
magia es por no tomarme en serio. Estoy consciente que muero todas las noches
al caer vencido por el sueño. Mi alma me abandona. No la tengo. Al dormir, dejo
ser yo, y nada existe. Ni siquiera los rastrojos de incredulidad. He tratado de
resolver el problema de mi vida en 24 horas sin pensar o no en mi posible
resurrección al siguiente amanecer. Por eso escribo de prisa. Hablo lo más
posible y envío a mis amigos las historias que se me ocurren, todas al mismo
tiempo a diferentes destinatarios, porque temo perderlas.
Sufro por la
palabra imperfecta. Siempre he escogido el libro menos indicado: busco lo que
nadie imagina: la imperfección más original.
Tal vez eso
explica mi predilección por los artículos de de Italo Calvino, el Julio
Cortázar de los comics, el Cabrera Infante contrarevolucionario, el Nicolás
Guillén de la poesía negoride y el Eliseo Diego de los cuentos fantásticos.
Todas las noches,
antes de dormir, pongo la mente en blanco.
Sé que mi alma se
irá a alguna parte y en mi cuerpo sólo quedará un vacío inaudito que me
obliga a respirar y a dar vueltas en mi
incendio interior.
He muerto. Todo
cuanto hice ese día se evapora de forma miserable sin posibilidad de
cuestionamiento.
Pero he tenido la
fortuna de la resurrección.
Gracias a ella he
enmendado ciertas miserias.
III
Prefiero ver el
mundo al revés; andar lo más difícil, darme a odiar ante quienes me aman.
Dentro de esas
destrucciones he comprobado el efímero placer que inspira la belleza y la
dudosa pulcritud de lo grandioso.
Siempre he
cuestionado hasta el precio de mi piel, y mis mejores momentos los paso
hablando mal de mí, en el festín de los demonios.
Un hombre que
muere todos los días no puede ver el mundo rojo. Ni puede darse el lujo de
acumular historias de placer.
Nadie ha
defraudado más a sus amigos, ni ha perdido más tiempo en busca de lo que no
existe que este quien les habla.
He matado con
absoluta irresponsabilidad a todo lo que quiero hasta quedarme tendido como
polvo sobre el polvo.
Un hombre que
muere todos los días sólo puede acumular señales misteriosas y escribir poemas
de amor.
Si en algo no he
pecado es en hacer de la escritura el centro de mi vida.
Mis mejores y
peores momentos han sido escritos muy a mi pesar.
Nadie ha dibujado
como yo el peso de su sangre y lo ha lanzado al mar sin mirar el reflejo de la
espuma.
IV
Soy un escritor
muy afortunado
Nací en una
patria y tengo dos.
Volteé mi tiempo,
y logré multiplicarme.
Saqué del templo
a las brujas.
Hice de una
islita el centro del mundo.
Perdí mi vida por
amor.
Mis manos se
convirtieron en guitarras.
Jamás he mirado
hacia atrás.
Todavía hay
quienes creen en mí.
Tengo lectores
que me han hecho gente y a quienes debo la vida.
Si volviera a
nacer, no vacilaría en llevar el mismo nombre.
En crecer en mi
ciudad de luz y de certeza.
En emigrar para
no convertirme en hormiga hambrienta.
Y en amar a una mujer distinta cada tarde.
Soy el eterno
galán de lo desconocido.
V
Soy un hombre
poco original.
Lleno de
fantasmas y duendes que no me dejan en paz.
En vez de
aprovechar esta oportunidad única que de manera generosa e inmerecida me ha
brindado el Ateneo Insular para escribir un discurso inmenso, que me proyecte
como un autor de peso, culto y responsable de mis actos, asumo el rostro del
demente que quiere que lo lancen al ruedo infernal.
Toda mi vida ha
sido una eterna lucha conmigo mismo. Les confieso mis profundas y eternas
contradicciones. Todavía no he resuelto estar de acuerdo con lo que hago.
Todavía me autoinsulto y discrepo con mi forma de pensar y de vivir.
Mi yo interior no
me ha dejado en paz: ni en las buenas ni en las malas.
VI
Antes del final,
ustedes, que han escuchado la diatriba de un fatídico amuleto, merecen un acto
de seriedad. La imagen de este escritor controvertido no debe cerrar este
encuentro.
No. Ustedes
merecen un rostro más complaciente, sereno, juicioso, con voz segura, enérgica:
un hombre que inspire ternura y confianza, al estilo de lo que debe ser un
reputado intelectual según los patrones de cordura.
Por eso les digo
que todo esto ha sido falso.
Que me he gastado
una broma pesada.
Que pretendí un
filme de humor.
Que soy un ser
jovial, bueno, culto, generoso, amante de la poesía de Vallejo, de Huidobro, de
Rilke y Mallarmé.
De
un hombre que, parafraseando a mi
compatriota Rubén Martínez Villen , sueña con el párpado abierto: un ilustre
ciudadano ejemplar.
Perdonen por
hacerme el gracioso.
Ahora están
frente al verdadero Luis Beiro. El que lleva siempre su sonrisa en los labios y
que vive entregado a las circunstancias, coleccionando granos de arena, al
igual que su maestro, Italo Calvino.
Gracias por creer
en la voluntad de contar las gotas de lluvia.
Y por favor,
cuando termine esta frase, hagan un minuto de silencio en honor a mi nueva
resurrección.
A partir de ahora
el viaje es más audaz y la meta se ha perdido en el espacio.
No soy Dios, pero
creo en él. Y los amo a todos.
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