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sábado, 11 de mayo de 2013

Mi yo interior

Queridos amigos: antes de empezar, permítanme leer un fragmento de este poema inédito que escribí en 1990:

MANIA DE PINOCHO

El hada azul
llegó a la hora del derrumbe
y no me abrió los ojos:
         ordenó
la voluntad del trueno
                                        (la cuerda
más difícil del suicida:
                                         caer
una y otra vez sobre las arcas
                rotas);
me entregó la lluvia
sin eco y sin conciencia:
un incendio de palabras
que no supe interpretar;
me despertó
en un  bosque de rocas sin Gepetto,
sin la dicha
de un insecto
silbándome el destino.
Yo también tuve una historia
de madera,
y Stromboli me enseñó a mentir
dentro de una jaula invisible;
el Honrado Juan
me dio trofeos
que no me pertenecían
                                          tuve
cuerdas y manzanas
y seres que aplaudían
mi habilidad de correr los escenarios
entre babosas y muñecos de cartón.

Mi nariz creció,
pero hacia dentro,

rodeada de miserias.


I
Dice un viejo proverbio del Islam, atribuido a Alí el León, yerno de Mahoma, de la tríada que no tiene vuelta atrás: la flecha una vez que ha sido disparada del arco; la palabra pronunciada con precipitación, y la oportunidad perdida.
Las tres categorías integran el mejor ritual de la aventura.
Es precisamente el sustantivo, “aventura” el que ha marcado mi yo interior, no a la manera de Ortega y Gasset – terrible circunstacia- sino al decir de Lezama Lima: “volar sin alas”.
El poeta vive en el escenario de la impiedad. Todos, en algún que otro momento de su historia, van a pretender decapitarlo. Hasta él mismo intentará la autodestrucción cuando el amor le vire la espalda en la peor esquina del mundo. Si algo en común debe tener con el reloj es ese pragmatismo homicida: amigo de todos, pero al servicio de nadie, sólo de sí mismo.
Esa es la terrible lección que nos cuesta trabajo entender aquí, ahora, cuando todavía corre el tiempo de las irreverencias.
El poeta no puede vivir jamás por una causa, por muy justa que sea. Ni de nada ni de nadie. Su egoísmo se trastoca en virtud. Su contraparte es el entusiasmo: el precio para que la flecha lanzada desde el arco no parta su pecho en dos.

II
Si tengo algo de magia es por no tomarme en serio. Estoy consciente que muero todas las noches al caer vencido por el sueño. Mi alma me abandona. No la tengo. Al dormir, dejo ser yo, y nada existe. Ni siquiera los rastrojos de incredulidad. He tratado de resolver el problema de mi vida en 24 horas sin pensar o no en mi posible resurrección al siguiente amanecer. Por eso escribo de prisa. Hablo lo más posible y envío a mis amigos las historias que se me ocurren, todas al mismo tiempo a diferentes destinatarios, porque temo perderlas.
Sufro por la palabra imperfecta. Siempre he escogido el libro menos indicado: busco lo que nadie imagina: la imperfección más original.
Tal vez eso explica mi predilección por los artículos de de Italo Calvino, el Julio Cortázar de los comics, el Cabrera Infante contrarevolucionario, el Nicolás Guillén de la poesía negoride y el Eliseo Diego de los cuentos fantásticos.
Todas las noches, antes de dormir, pongo la mente en blanco.
Sé que mi alma se irá a alguna parte y en mi cuerpo sólo quedará un vacío inaudito que me obliga  a respirar y a dar vueltas en mi incendio interior.
He muerto. Todo cuanto hice ese día se evapora de forma miserable sin posibilidad de cuestionamiento.
Pero he tenido la fortuna de la resurrección.
Gracias a ella he enmendado ciertas miserias.

III
Prefiero ver el mundo al revés; andar lo más difícil, darme a odiar ante quienes me aman.
Dentro de esas destrucciones he comprobado el efímero placer que inspira la belleza y la dudosa pulcritud de lo grandioso.
Siempre he cuestionado hasta el precio de mi piel, y mis mejores momentos los paso hablando mal de mí, en el festín de los demonios.
Un hombre que muere todos los días no puede ver el mundo rojo. Ni puede darse el lujo de acumular historias de placer.
Nadie ha defraudado más a sus amigos, ni ha perdido más tiempo en busca de lo que no existe que este quien les habla.
He matado con absoluta irresponsabilidad a todo lo que quiero hasta quedarme tendido como polvo sobre el polvo.
Un hombre que muere todos los días sólo puede acumular señales misteriosas y escribir poemas de amor.
Si en algo no he pecado es en hacer de la escritura el centro de mi vida.
Mis mejores y peores momentos han sido escritos muy a mi pesar.
Nadie ha dibujado como yo el peso de su sangre y lo ha lanzado al mar sin mirar el reflejo de la espuma.

IV
Soy un escritor muy afortunado
Nací en una patria y tengo dos.
Volteé mi tiempo, y logré multiplicarme.
Saqué del templo a las brujas.
Hice de una islita el centro del mundo.
Perdí mi vida por amor.
Mis manos se convirtieron en guitarras.
Jamás he mirado hacia atrás.
Todavía hay quienes creen en mí.
Tengo lectores que me han hecho gente y a quienes debo la vida.
Si volviera a nacer, no vacilaría en llevar el mismo nombre.
En crecer en mi ciudad de luz y de certeza.
En emigrar para no convertirme en hormiga hambrienta.
Y en amar  a una mujer distinta cada tarde.
Soy el eterno galán de lo desconocido.

V
Soy un hombre poco original.
Lleno de fantasmas y duendes que no me dejan en paz.
En vez de aprovechar esta oportunidad única que de manera generosa e inmerecida me ha brindado el Ateneo Insular para escribir un discurso inmenso, que me proyecte como un autor de peso, culto y responsable de mis actos, asumo el rostro del demente que quiere que lo lancen al ruedo infernal.
Toda mi vida ha sido una eterna lucha conmigo mismo. Les confieso mis profundas y eternas contradicciones. Todavía no he resuelto estar de acuerdo con lo que hago. Todavía me autoinsulto y discrepo con mi forma de pensar y de vivir.
Mi yo interior no me ha dejado en paz: ni en las buenas ni en las malas.
 
VI
Antes del final, ustedes, que han escuchado la diatriba de un fatídico amuleto, merecen un acto de seriedad. La imagen de este escritor controvertido no debe cerrar este encuentro.
No. Ustedes merecen un rostro más complaciente, sereno, juicioso, con voz segura, enérgica: un hombre que inspire ternura y confianza, al estilo de lo que debe ser un reputado intelectual según los patrones de cordura.
Por eso les digo que todo esto ha sido falso.
Que me he gastado una broma pesada.
Que pretendí un filme de humor.
Que soy un ser jovial, bueno, culto, generoso, amante de la poesía de Vallejo, de Huidobro, de Rilke y Mallarmé.
De un hombre  que, parafraseando a mi compatriota Rubén Martínez Villen , sueña con el párpado abierto: un ilustre ciudadano ejemplar.
Perdonen por hacerme el gracioso.
Ahora están frente al verdadero Luis Beiro. El que lleva siempre su sonrisa en los labios y que vive entregado a las circunstancias, coleccionando granos de arena, al igual que su maestro, Italo Calvino.
Gracias por creer en la voluntad de contar las gotas de lluvia.
Y por favor, cuando termine esta frase, hagan un minuto de silencio en honor a mi nueva resurrección.
A partir de ahora el viaje es más audaz y la meta se ha perdido en el espacio.
No soy Dios, pero creo en él. Y los amo a todos.

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