Hay superproducciones de Hollywood imposibles de
remake, sobre todo en estos tiempos donde el cine comercial ha cualquierizado
las grandes historias y las novelas inmortales escritas en épocas pretéritas.
Otras, por el contrario, han sido enriquecidas por el talento de sus directores
que han sabido añadirle innovaciones tecnológicas y vericuetos insospechados. A
este segundo caso se integra Nikita Mijalkov (Moscú, 1945), quien con “12”, salió
airoso del reto de adaptar a la realidad de Rusia actual, una de las mejores películas
de Sidney Lumet, “Doce hombres sin piedad” (1957).
“Ana Karenina” tiene una versión inolvidable. La cinta
dirigida en 1935 por Clarence Brown, contó en su reparto por dos figuras como
Greta Garbo y Fredic March. Un riguroso guión apoyó el trabajo de este dueto de
actores, muy bien guiados por la mano maestra del realizador.
En 2012, el director inglés Joe Wright (“Orgullo y
prejuicio, 2005), asume un remake con mucha economía de recursos. Sus
principales atributos son el vestuario, la ambientación y el maquillaje, pero
las actuaciones funcionan con discreción. Sin embargo el gran problema de esta película
no está en su puesta en escena, sino en su ideología funcional. Los problemas
de Wright comenzaron cuando decidió utilizar de escenografía una sala de teatro
como pretexto innovador. No se dio cuenta de que “Ana Karenina” no puede ser
encerrada en un espacio determinado. Es una obra que necesita libertad como su
protagonista, ya bien en el cine, en literatura o el teatro, es una obra de
alto vuelo que no puede resolverse dentro de un escenario donde corren los
caballos y ruedan los trenes. Aquí reluce una puesta en escena forzada, a veces
sobreactuada y con evidentes copias de modelos extemporáneos, tanto en los
parlamentos como en las soluciones amatorias. Los efectos visuales se balancean
de un lado a otro y en ciertos casos rozan lo común al igual que una edición
pretenciosa que une las escenas como un logaritmo frío, poco fluido y pensado a
flor de piel.
Entre otros lastres, también sobresale la forma de
besar de Keira Knightley, con la punta de su lengua. En el siglo XIX los besos
eran mucho más apasionados. Esto se debe a la escritura de un guion demasiado
liberal y a una dirección de actores que reitera el lado maldito del amor, no
el sentimiento pasional.
Olvida Wright que está frente a una obra que ha trascendido
a varias generaciones, una obra que ninguna estética posmoderna puede
violentar. O renovar. O reasumirla. Con ella, el director trató de ser
demasiado creativo. Olvida Wright que el cine tiene sus reglas y su código al
igual que el teatro la literatura. El
cine es cine y su función, además de entretener es brindar un espectáculo
cultural, creíble y duradero. LB
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