Libros
El que escribe un libro no es un escritor. Pero le gusta serlo. Y que lo aplaudan. Y se envuelve con el falso esplendor de los días contados. Todos quieren ser escritores y buscan arpegios y cotorras, y pagan para que escriban sobre él y coloquen sus portadas en el ámbito del cielo. Como si engañarse fuera el mérito anterior a la levedad de la letra impresa.
Puede repetir su pretención todas las veces. Rodearse de lagartos. Salir al cielo y dar vueltas alrededor de las arcas. No importa lo que haga. Siempre caerá en el supremo espacio de la ilusión. Y mientras más escriba menos entenderá el acto de juntar palabras en busca de lo que no existe.
Los libros no se empacan con esmaltes, ni aparecen lustrosos detrás de los cristales del tiempo. Sólo brillan dentro de la inmediata paciencia del polvo que se encarga de llevarlos a la dinastía ciega. Sólo trascienden los que saltan por encima de quien los inventó a la hora de encender los túneles secretos.
Torpes y tontos e idiotas dándose golpes en el pecho y buscando fotos y espacios ajenos. No hay un acto social más discrimado que bendecir a un autor que quiere serlo a costa de la palabra que no le pertenece. No hay jueces ni discordias y matan al idiota que descubre el eco del cantor para no dejarlo marcar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario