Serpientes
Desde niño le temo a las serpientes. El simple acontecimiento de cambiar la piel no me revierte. Crecí con el temblor y he llegado a esta dimensión de sobresalto en sobresalto al verlas. Mis amigos, mi familia, mis vecinos no quieren saber de las serpientes. Reptar me pone los pelos de punta. Significa desechar la magia del caminante que no arrastra los pies. Me proponen un culto a no soñar.
Sacar la lengua es otra diatriba que de manera elegante cometen las serpientes. Su veneno es un retablo ejemplar, el toque lúdico que nos excita la muerte pretendida. Al igual que su abrazo amatorio donde se revientan y estrangulan las suertes.
Le temo y a la vez respeto a las serpientes. Me evocan el desorden y la ambigüedad. Me recuerdan lo único que no podría hacer en este mundo: cambiarme la piel. Pero no podría vivir sin mirar a las serpientes. Sin enfrentarlas.
A ellas les debo vencer y ser vencido.
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